Sociología de la imagen. Miradas ch’ixi desde la historia andina

Prólogo

Una larga práctica de investigación social ha ido dando forma, poco a poco, al trabajo que se presenta en este libro. Muy tempranamente, mi inquietud por el mundo andino se había orientado hacia mí misma –en una suerte de angustia identitaria o, como la llamara Denise Arnold, “nostalgia de ancestros” (2008)- y por ello me dirigí a los archivos y al altiplano, en busca de mis orígenes por línea materna, en la marka Qalakutu de la provincia Pacajes. En los años 1970 había caído en mis manos un enigmático documento de la temprana colonia1 que me permitió situarme en el inicio de un camino intelectual cada vez más proclive a buscar nexos entre la historia del pasado y los dilemas que vivía en el presente. Las tesis y documentos académicos que resultaron de aquella primera tentativa de hacer ciencia social son por ello escasos, y el más importante fue destruido en 1980 en el contexto del golpe de García Meza2. Esta destrucción la interpreté como un mensaje del ajayu de Santos Marka T’ula (ver THOA 1984), un extraordinario pensador y cabecilla en el ciclo de insurgencia aymara de la primera mitad del siglo XX, cuya historia descubrí casi sin querer, pero sobre todo sin saber que su destino no era apuntalar una carrera universitaria sino alimentar un nuevo ciclo de insurgencia aymara. Ya en el marco del trabajo conjunto con lxs hermanxs del Taller de Historia Oral Andina, se nos hizo cada vez más evidente la dimensión política y subversiva de la investigación en el ámbito multifacético y plural de la memoria colectiva. Mientras un equipo continuaba desarrollando las implicaciones qhipnayra de este método en el mundo rural quechumara, haciendo un trabajo más politizado, con otras compañeras seguíamos fascinadas por esa década insurgente que sólo pudo ser sofocada con la carnicería de la Guerra del Chaco (1932-1935). Sin abandonar la enseñanza universitaria, y cada vez más descreyente de la retórica multicultural, la sociología de la imagen se convirtió para mí en una especie de invernadero de experimentación pedagógica que me ayudó a desarrollar algunas de las ricas experiencias formativas del THOA, pero orientando su uso hacia inquietudes más diversas y marginales, no siempre constreñidas a la politización de las identidades o al reclamo por las penurias del pasado. En lo que sigue daré algunos detalles de estos procesos.

Génesis de una (in)disciplina

Las ideas de partida del trabajo del THOA eran medio heréticas, aunque desde nuestro punto de vista eran la lógica consecuencia de las ausencias y puntos ciegos del saber universitario. En medio del bullicio, la intransigencia del debate en la izquierda marxista discurría a espaldas de las comunidades aymaras que desde los años 1970 comenzaron a salir de la clandestinidad cultural y cuestionar los modos dominantes de encasillar a Ixs indixs en el debate público. El sólo hecho de reconocer en las movilizaciones aymaras de los siglos pasados una iniciativa, un liderazgo y un proyecto político propios era poco menos que impensable para la ciencia social de esos días3. Pero se comprenderá mejor la polarización de este escenario si se considera que la insurgencia katarista salió a la luz no sólo en los bloqueos de caminos y pliegos de reivindicaciones, sino también como una puesta en cuestión de la doxa mestizo criolla, que consideraba a las luchas de los pueblos y comunidades como una “hecatombe” o al menos como un pasivo electoral. La visibilidad política del katarismo incomodaba profundamente a ese hábito de pensamiento confortable que nos relegaba a la condición de colectividades “espasmódicas” y pre-políticas, adolescentes de autonomía y racionalidad.

Desde una especie de micropolítica situada e iconoclasta, el trabajo de historia oral rompía también con el mito de unas comunidades indígenas sumidas en el aislamiento y la pobreza y enclaustradas en un pasado de inmovilidad y penumbra cognitiva. Este discurso ha sido el fundamento de una larga cadena de acciones civilizatorias, a veces muy violentas, que continúan vigentes bajo ropajes engañosos, como el discurso del “desarrollo”4 o de la “erradicación de la pobreza”. Más bien, es evidente que las principales markas y ayllus participantes de ese amplio movimiento5 tenían una economía próspera: ganadería y comercio a larga distancia en el altiplano sur y una producción agrícola, textil y pesquera diversificada en el área circunlacustre. De otra parte, los caciques-apoderados que encabezaron estas luchas eran todo menos sedentarios: atravesaron miles de kilómetros en busca de documentos que protegieran sus tierras comunales y la fuerza de su trabajo y conocimiento, de la voracidad terrateniente que los quería ignorantes y necesitados. Sus escribanos o qilqiris practicaban la lecto-escritura en castellano tanto como las mujeres el textil y el rito. Otro tanto sucedía con su fama de intolerantes y sanguinarios. Las rebeliones violentas (1921, 1927) fueron momentos de intensificación y crisis en el marco de una estrategia de lucha legal de largo aliento. La multiplicidad de sus vínculos y tanteos con el mundo cholo y letrado de las ciudades desmiente la imagen aislacionista y nos muestra el amplio repertorio de opciones político-religiosas a las que se acercaron, sin perder el sentido de sus convicciones propias, en un gesto de independencia intelectual que Waskar Ari ha llamado “política de la tierra” (2014).

Sin embargo, una genuina relación intercultural entre el movimiento obrero y el mundo de los caciques apoderados parece haber sido difícil. Es posible que ni los sectores más radicales que se les acercaron pudieran superar una mirada civilizadora, como lo sugiere una tesis reciente de Marcelo Maldonado (2014), aunque toca el período más tardío de la anarquista Federación Agraria Departamental (1947). Pero en los años 1980, con Zulema Lehm, nos fascinó el descubrir archivos fotográficos y testimonios de los 1920 que hablaban de la intensa y convergente movilización antioligárquica y anticolonial en La Paz. Así nos tocó abrir una rendija hacia otro mundo silenciado: el de los gremios artesanales urbanos -masculinos como los carpinteros, albañiles y sastres; femeninos como las floristas y qhateras- que habrían de afiliarse a las masivas organizaciones anarquistas de la FOL y la FOF (federaciones obreras local y femenina, respectivamente). Estas organizaciones desarrollaron sus acciones en paralelo con la resistencia de ayllus y comunidades del altiplano, y hay evidencias de contactos entre ambas6. Pero había también gremios bisagra: el de los carniceros (llamados mañazos, ayllu y gremio urbano a la vez, ver Barragán 1990), los “solaperos” y los albañiles, y entre las mujeres, las lecheras y quién sabe qué otros oficios que no hemos podido documentar7.

Habíamos dado con dos movimientos borrados de la historia, el uno por obra de la historia oficial movimientista de las “luchas campesinas” y la “integración nacional” (Antezana y Romero 1973), el otro por la izquierda, en la voz de uno de sus intelectuales más destacados. Guillermo Lora (1970). La reactualización de estas dos historias traslapadas fue un emprendimiento a la vez intelectual y comunicativo, capaz de conversar con las subjetividades emergentes -portadoras de concepciones del mundo y epistemes alternativas- que afloraron por todas partes al desplegarse los efectos de la crisis estatal de los años 1980. Lo cierto es que tanto en la vertiente comunaria como en la anarquista, las indagaciones del THOA -en forma de libros, folletos o programas de radio- tendrán repercusiones en la reorganización del movimiento indio y en las movilizaciones populares de años venideros: la historia de los caciques apoderados, difundida en formatos como la radionovela, será una vertiente en la formación de las federaciones de ayllus que convergieron en CONAMAQ8; y los trabajos sobre el anarquismo serán recuperados más tarde, en ediciones pirata, por diversos grupos de afinidad y comunidades libertarias. Viniendo de un taller de investigadores tan pequeño y con recursos tan escasos (al menos en sus primeros años), tal influjo no se explica si no es por la convergencia entre una amplia y difusa disponibilidad social y la investigación documental/oral, mediada por la difusión de montajes orales y visuales. Pese a los radicalismos esencialistas que hoy se difunden en torno a la cuestión indígena, me arriesgo a proponer que el quid de ese pequeño tinku fue la articulación de elementos comunitarios e indígenas con temas humanos de carácter planetario. Esta conjunción de temas fue característica tanto de la lucha antifiscal del movimiento de caciques apoderados (dignidad, restitución, respeto a la diferencia), como de la praxis intelectual y el estilo político de los sindicatos anarquistas (libertad, autogestión, democracia federativa). Y eso explica la resiliencia de ambos proyectos o indagaciones a lo largo del tiempo. Pero también explica la proliferación de imágenes e imaginarios que se tejieron, y aun se tejen, en torno suyo.

Valores de uso y su circulación

La trayectoria intelectual que se ha intentado describir arriba surgió de modo tentativo y plagado de incertidumbres y conflictos. Eran esfuerzos de comunicar, redistribuir e incitar, que terminaron por generar un repertorio de esquejes -llamemos así a los formatos- que al plantarse y difundirse nos permitieron acumular experiencias, desentrañar errores y rumiar creativamente los fracasos. Los contactos con un público popular heterogéneo fueron fundamentales para nutrir los aprendizajes, tanto en el contexto universitario -primer espacio de acogida para el taller de investigación oral que conducíamos junto a Tomás Huanca- como en el camino autónomo que emprendimos más tarde. A mediados de los años 1990, cuando mis trajines y los del THOA tomaron senderos divergentes, la docencia-investigación en la Carrera de Sociología me dio la oportunidad de continuar con ese proceso reflexivo, que desembocó en el trabajo con imágenes. Muestro aquí los detalles, los acontecimientos y hasta los cálculos numéricos de este proceso, para reproducir el trajín -el sarnaqawi– que me lleva de la historia oral a la sociología de la imagen.

En el trabajo de indagar, editar y devolver los resultados a las comunidades que nos habían abierto sus puertas, el THOA puso en obra diversas formas de comunicación no escrita: la performance teatral, la radionovela, el video y la exposición fotográfica. Los propios movimientos que estudiamos nos dieron las pautas para ello. En el ámbito urbano, durante los años 1920 lxs artesanxs de la FOL y los caciques apoderados tejieron nexos bilingües e interculturales participando en asambleas y veladas culturales con un alto componente de performance y visualidad. La micropolítica de estos núcleos comunitarios, entramados entre sí y con la sociedad dominante por múltiples conexiones (cf. Gutiérrez 2011), era una práctica cotidiana, anclada en los cuerpos y puesta en obra cíclicamente a través de reuniones internas, rituales, marchas y manifestaciones públicas. Estas abigarradas multitudes expresaban su conocimiento histórico en una suerte de versión ch’ixi del conatus spinozista (cf. Gago 2014: 181): el ch’amancht’aña o impulso colectivo de realizar un deseo, el acto de conocer/actualizar el pasado y de imaginar otro futuro posible en el camino. Una reactualización similar fue hecha por lxs intelectuales del katarismo/indianismo y por el propio THOA en los años 1980 y 1990, Y luego por la Colectivx Ch’ixi en este siglo, a través de tantachawis, akhullikus, apthapis de pensamiento, veladas culturales y eventos públicos heterodoxos9.

En lo que a nosotras respecta, el trabajo sobre el mundo anarquista, publicado en dos libros (Lehm y Rivera [1988]2013, THOA 1986b) tuvo como corolario los videos: A cada noche sigue un alba (realizado con Cecilia Quiroga), y Voces de Libertad (realizado con Raquel Romero y Ximena Medinaceli), que se difundieron en eventos abiertos y en la televisión, alcanzando una gran audiencia popular. En octubre de 1988, para la presentación de la primera edición de Los artesanos libertarios la ética del trabajo (Lehm y Rivera [1988] 2013) organizamos una Velada Cultural y una exposición de documentos, fotografías y objetos que habían pertenecido a la Federacion Obrera Local, a la Federación Obrera Femenina y a la Federación Agraria Departamental. La exposición, que había sido programada para quince días, tuvo que alargarse a un mes, por la enorme afluencia de público que demandaba verla. Era un público popular de artesanos, cholas, albañiles, muchxs de ellxs con sus padres o madres ancianxs, a quienes acercaban a las fotos para que se reconocieran.

La presentación del video Voces de libertad, en la Casa de la Cultura (1989), convocó un lleno completo y mucha gente se quedó en la puerta exigiendo entrar a verla. El mismo tipo de público se congregó allí: una multitud de señoras de pollera, albañiles y artesanos de las laderas y mercados próximos. Si los 2000 ejemplares de Los artesanos libertarios tendrían que esperar tres décadas para agotarse, la asistencia a las proyecciones del video superó con mucho ese número en tan sólo unos días10. Eso nos convenció de que los medios audiovisuales tocan la sensibilidad popular mejor que la palabra escrita, y esa constatación fue una de las bases para retirarme por un tiempo de la escritura y explorar el mundo de la imagen. Entre 1992 y 1994, decepcionada por el giro ONGista y macropolítico del THOA, y por el uso y abuso de mi libro Oprimidos pero no Vencidos en las escuelas de cuadros de los partidos de la vieja izquierda, me fui a vivir a los Yungas, y allí escribí el guión de un largometraje que nunca llegó a hacerse, y realicé el docuficción de 20 minutos, Wut Walanti. Lo Irreparable (1993), sobre la masacre de Todos Santos de 1979.

Estas experiencias contribuyeron a mis reflexiones metodológicas y teóricas en el seminario de Sociología de la Imagen, que comencé a dictar en la UMSA en 1994. En sus inicios, era un seminario de métodos cualitativos llamado “Artesanía y teoría”; allí leíamos el clásico La imaginación sociológica de C.W. Mills ([1956]2002) y realizábamos diversos ejercicios de terreno. La práctica de esta artesanía comenzaba por pensar y expresar lo vivido, a partir del reconocimiento de algún ámbito conocido y familiar, que pudiera ser problematizado. Alison Spedding (comunicación personal) había dicho que la antropología es una sociología aplicada a una sociedad o grupo ajeno, mientras que la sociología es una antropología aplicada a la propia sociedad. Desde el punto de vista de lo visual, la sociología de la imagen sería entonces muy distinta de la antropología visual, en tanto que en ésta se aplica una mirada exterior a lxs “otrxs” y en aquélla el/la observador/a se mira a sí mismx en el entorno social donde habitualmente se desenvuelve. En la antropología visual necesitamos familiarizarnos con la cultura, con la lengua y con el territorio de sociedades otras, diferentes a la sociedad eurocéntrica y urbana de la que suelen prevenir lxs investigadorxs. Por el contrario, la sociología de la imagen supone una desfamiliarización, una toma de distancia con lo archiconocido, con la inmediatez de la rutina y el hábito. La antropología visual se funda en la observación participante, donde el/la investigador/a participa con el fin de observar. La sociología de la imagen, en cambio, observa aquello en lo que ya de hecho participa; la participación no es un instrumento al servicio de la observación sino su presupuesto, aunque se hace necesario problematizarla en su colonialismo/elitismo inconsciente.

Otra diferencia entre sociología de la imagen y antropología visual es que ésta última se orienta ante todo al registro (fotográfico, video-gráfico, fílmico) de las sociedades que estudia para mostrarlas ante un público urbano y académico. Es decir, es ante todo una práctica de representación. En cambio la sociología de la imagen considera a todas las prácticas de representación como su foco de atención; se dirige a la totalidad del mundo visual, desde la publicidad, la fotografía de prensa, el archivo de imágenes, el arte pictórico, el dibujo y el textil, amén de otras representaciones más colectivas como la estructura del espacio urbano y las huellas históricas que se hacen visibles en él (cf. Halbwachs [1950]1997). Por ejemplo, se podría hacer sociología de la imagen observando la “política visual” de choferes y ayudantes de vehículos del transporte urbano en La Paz11, así como abordar la memoria visual sobre los antiguos Tambos en una calle hoy llena de hoteles y turistas12, temas que difícilmente serían apropiados para la antropología visual, al menos tal como la conocemos en Bolivia13.

Como dije antes, la crisis de sentido que viví en los años duros del neoliberalismo, me hizo abandonar la escritura académica para explorar más a fondo el mundo de la imagen. Sin entrar en detalles acerca de los videos y la película que guionicé y dirigí (1989, 1993, 2000, 2003, 2010), en ellos está presente una práctica de la sociología de la imagen como narrativa, como sintaxis entre imagen y texto y como modo de contar y comunicar lo vivido. A partir de dos ejercicios que suelo realizar en el Seminario, podrá comprenderse mejor este énfasis en la narrativa y en la conexión entre la visualidad y el texto escrito. Visualizar no es lo mismo que escribir con palabras lo que se ha visualizado. Pero a la vez, para comunicarse, la mirada exige muchas veces un tránsito por la palabra y la escritura.

Los dos ejercicios eran prácticas que debían realizarse en un tiempo muy breve. El primero consistió en visualizar el primer recuerdo de infancia, el más remoto. El segundo en visualizar un sueño, uno que lxs estudiantxs recordaran bien. La visualización alude a una forma de memoria que condensa otros sentidos. Sin embargo, la mediación del lenguaje y la sobreinterpretación de los datos que aporta la mirada hace que los otros sentidos -el tacto, el olfato, el gusto, el movimiento, el oído- se vean disminuídos o borrados en la memoria. La descolonización de la mirada consistiría en liberar la visualización de las ataduras del lenguaje, y en reactualizar la memoria de la experiencia como un todo indisoluble, en el que se funden los sentidos corporales y mentales. Sería entonces una suerte de memoria del hacer, que como diría Heidegger, es ante todo un habitar14. La integralidad de la experiencia del habitar sería una de las (ambiciosas) metas de la visualización.

Los ejercicios que me fueron presentados eran breves, esquemáticos, algunos escritos a mano, ya sea en clase o de una clase a otra. Pero era posible detectar en ellos varios rasgos comunes, así como diferencias de “estilo” y de estrategia narrativa. Los clasifiqué en tres grupos. En el primero predominaba la estrategia de la trama: la narración de acciones con componentes afectivos, mayormente centrados en el ámbito familiar. En el segundo, el énfasis era metonímico: predominaban las imágenes visuales, los colores y los recorridos por una serie de “escenas” sucesivas. El tercero se centraba en las sensaciones perceptivas del cuerpo: olfativas, gustativas, kinestésicas, de vértigo o de terror. Ninguno de los ejercicios alcanzó la estrategia de la secuencia, que trabaja en el plano interpretativo, es decir en el plano del sentido15. Sus registros son la metáfora y la alegoría.

La alegoría es planteada por Walter Benjarnin16 como un “espíritu”, una “tendencia”, una actitud vital que centra su impulso en captar/narrar la experiencia de un sentido situado y autoconsciente de la existencia social. Como experiencia perceptiva y acto de conocimiento, la alegoría benjaminiana es para mí una suerte de taypi en el que se dan encuentro el pensamiento y la acción, la teoría y la experiencia vivida. Y en esa medida, la narración que se apoya en esta estrategia incorpora y yuxtapone a todas las otras maneras de narrar. Contiene una trama de acciones y personajes, pero también un universo visual y olfativo, kinestésico y táctil que se despliega en un ritmo determinado. A diferencia de la trama, la secuencia es, precisamente, el medio de expresión que permite narrar la experiencia en clave metafórica, y al hacerlo entretejer las metáforas en una sola alegoría. En su forma visual, la secuencia es una suerte de story board que incorpora las dimensiones de la atmósfera y la metonimia visual y las mueve según un ritmo y una respiración. Tiene algo de la polifonía de la música. Pero, lejos de ser sólo una cadencia o respiración individual, emanada del talento narrativo de una sola persona, la alegoría plasma a la vez un hecho colectivo, un “modo de ver” (Berger 1975): entretejido de versiones y narrativas individuales que convergen en estilos culturales, en acciones políticas, en atmósferas discursivas y tipos gestuales. La interpretación de la realidad que propone la sociología de la imagen debe por ello estar atenta a las conexiones de lo inmediatamente vivido con lo que C.W. Mills llamaba “los grandes problemas de la época”. Esta conciencia o sensibilidad permitirá extraer de los microespacios de la vida diaria, de las historias acontecidas y que acontecen ahora mismo, aquellas metáforas y alegorías que conecten nuestra mirada sobre los hechos con las miradas de las otras personas y colectividades, para construir esa alegoría colectiva que quizás sea la acción política.

Como ideal de conocimiento y de autoconocimiento, la alegoría nos permitiría comprender el carácter -nuestro carácter- como la conjunción del destino con la culpa (Benjamin)17. Entendidos, el destino y la culpa, como articulación histórica de la experiencia individual y colectiva, la alegoría nos ayuda a vislumbrar cómo la imagen podría desprenderse de sus clichés y obviedades, cómo se podría descolonizar el oculocentrismo cartesiano y reintegrar la mirada al cuerpo, y éste al flujo del habitar en el espacio-tiempo, en lo que otrxs llaman historia. La narrativa de esta experiencia podría dar lugar a la acción política, pero también a la obra de arte o de conocimiento capaz de “encender esa chispa en el pasado” (Benjamin [1970]2003) que nos exigen los conflictos y crisis del presente.

En cuanto a la narración como secuencia, se trata ante todo de un asunto de estructura y de ritmo, que conecta los fragmentos en un desenvolvimiento alegórico, en una historia vivida/significada, y es por ello que la sociología de la imagen, como experiencia pedagógica, ha dado como resultado una mayor capacidad de escribir. En efecto, al estudiante de la universidad pública paceña no le falta información ni teoría, lo que le falta es una voz propia, un criterio de selección de la literatura en pos de los conceptos que más se acerquen a lo que observa e investiga, de aquellos que resuenen en su vida y puedan ser reapropiados o modificados a partir de un encuadre propio. Sin duda, el apoyo de la imagen en los ensayos visuales de fin de curso resulta un impulso hacia esta narrativa, ya no como ilustración de ideas previas, sino que es el texto el que explicita e ilustra el contenido y los modos de ser de la imagen, que a su vez traza su propio despliegue en el espacio de la página o la pared. Pero como la tesis de sociología no admite muchas transgresiones en cuanto a los formatos de escritura y presentación, el estudiante puede incluso prescindir de imágenes, y sin embargo escribir habiendo incorporado su mirada y sus experiencias de co-participación en el espacio/tiempo, en diálogo con sus sujetos de estudio. De este modo encara la tarea de traducirlas en palabras, y puede hacer una “descripción densa” de acontecimientos y situaciones sociales (Geertz [1973]2003), dialogando, desde ese espacio situado, con los marcos de referencia y/o autorxs que ha elegido.

Genealogía de una praxis

Estando invitada a dar clases en una universidad del norte el año 2007, me encontré de un modo casual con la compilación sobre Visual Cultures que realizó Jessica Evans con Stuart Hall (2005). Después de leerla, conseguí el clásico compilado por Hall, Representation. Cultural representations and signifying practices, donde pone en obra lo que en realidad fue una larga práctica pedagógica con sus estudiantes, en torno a la cultura de la imagen y las prácticas de representación en las sociedades noratlánticas modernas. Como se sabe, Stuart Hall es uno de los principales artífices de la corriente de los Estudios Culturales, que ha tenido gran arraigo en la academia norteamericana y ha esbozado problemáticas que serían retomadas posteriormente por los Estudios Subalternos y los Estudios Postcoloniales. Lo que me sorprendió en ese primer encuentro era el paralelismo entre los trabajos de Hall y mis propias reflexiones. En ambos libros la bibliografía teórica de sustento es (casi) la misma que la de mi curso de Sociología de la Imagen. ¿Es que lo que yo trataba de hacer ya había sido hecho, y que la sociología de la imagen no era sino una variante de los “estudios culturales”? ¿O es que podía aspirar a fundar una corriente autónoma de pensamiento, una (in)disciplina propia?

Para precisar esta cuestión vale la pena señalar algunas diferencias entre el enfoque que propongo y los trabajos de Stuart Hall sobre la representación. En primer lugar, en mi caso resulta notoria la ausencia de la lingüística estructural y la renuncia a su uso como herramienta para la comprensión de la imagen. Sin pretender una crítica erudita, tengo la sospecha de que el estructuralismo no es capaz de dar cuenta de las dimensiones históricas y políticas de las prácticas de representación, ni considerar a fondo el tema del colonialismo como estructura social diferenciante y a la vez inhibidora de un discurso propio18. Si bien Barthes -uno de los autores centrales de mi seminario- es partícipe de la corriente semiótica de la lingüística, lo considero en su sensibilidad personal, en sus intuiciones sociológicas y en la belleza de su escritura, como un inspirador de la sociología de la imagen en un otro sentido. Más que su análisis estructural, el trabajo de Barthes, me inspira el intento de que la sociología de la imagen sea una especie de “arte del hacer” (de Certeau 1996), una práctica teórica, estética y ética que no reconozca fronteras entre la creación artística y la reflexión conceptual y política. El hecho de que Barthes sea un eje de mi aproximación teórica no lo convierte en una fuente privilegiada. Hay un enigmático paralelismo de su pensamiento con las ideas (dibujadas) de Waman Puma de Ayala, quien sintetiza esta conjunción de saberes en la imagen de su “indio poeta”19.

Pero lo central de mi distancia con Stuart Hall es que en su obra el tema del colonialismo permanece implícito y no es llevado a sus últimas consecuencias. Aunque tampoco Foucault aborda este asunto capital, su trabajo nos da pautas para distinguir las miradas según la colocación de lxs sujetxs en diversos escalones de una estructura piramidal de dominación. Esta colocación confiere poderes diferenciales para nombrar y para representar lo real, y en términos sociológicos otorga a la mirada de “los de arriba” el poder de nominar, clasificar, y administrar a “lxs de abajo”. Según Foucault, la mirada burocrática, propia de la sociedad moderna, disecciona, clasifica y jerarquiza los cuerpos de la gente en un esquema racional totalizante pero a la vez individualizado, que el autor asocia con la metáfora de la peste. La metáfora de la lepra, en cambio, alude a un tipo de dominación que segrega y enclaustra a las poblaciones, sin distinguir sus individualidades ([1975]1989: 199-203). La evocación de una situación colonial es perceptible, pero el autor no la menciona (su atención está puesta en otras poblaciones enclaustradas: la gente loca, delincuente, etc.). Adicionalmente, creo que en situaciones de colonialismo interno, el disciplinamiento burocrático está inextricablemente ligado a la segregación colonial, y esta situación superpuesta crea formas de violencia que condensan otros horizontes del pasado, formas arcaicas y modernas de dominación. Me late que es aquí donde mi propuesta se aleja tanto de uno como del otro autor: la dominación colonial no equivale a la dominación racial, aunque ambas se traslapan. Si la dominación racial existe, es como resultado del “hecho colonial” y no a la inversa. La crítica a las formas de representación racial domina los análisis de Hall, y no parece haber ambigüedad sobre quienes son Ixs que la sufren o la inflingen. Esto oscurece los efectos de la dominación colonial internalizada. Me parece además que él ve al colonialismo como una fase en la historia de las representaciones raciales; un antecedente histórico que no afecta el núcleo de la diferenciación. Si bien en la sección dedicada a los museos se toca más directamente una situación colonial, ambas formas de representación del “otro/a” -la imagen del cuerpo negro y la imagen de una cultura colonizada en un museo- no se integran en una reflexión que las articule conceptualmente como productos orgánicos del hecho colonial. La posibilidad de un pensamiento situado en las entrañas del colonialismo supone colocarnos a la vez más allá y más acá de la raza y el racismo como temas de crítica y herramientas de comprensión de la dominación social.

Trayectos recorridos en el libro

Como podrá verse en el conjunto de trabajos que componen este libro, he hecho profesión de fé de que la descolonización sólo puede realizarse en la práctica. Se trataría empero de una práctica reflexiva y comunicativa fundada en el deseo de recuperar una memoria y una corporalidad propias. Resulta de ello entonces que tal memoria no sería solamente acción sino también ideación, imaginación y pensamiento (amuyt’aña). Siguiendo este razonamiento, el amuyt’aña, en tanto gesto colectivo, permitiría una reactualización/reinvención de la memoria colectiva en ciertos espacios/tiempos del ciclo histórico en que se ve venir un cambio o conmoción de la sociedad. Varias veces me he referido a que estas ideas se nutren del aforismo aymara qhip nayr uñtasis sarnaqapxañani20.

El espacio/tiempo en el que se sitúa nuestro discernimiento (amuya) se despliega en un paisaje específico: la cordillera andina de América del Sur, con sus vertientes oriental y occidental. En el nivel más estrecho, nos ubicamos en el área circunlacustre, donde se traslapan las anacrónicas fronteras entre el sur del Perú y el occidente de Bolivia. Este escenario ha producido a lo largo de la historia un conjunto de prácticas de representación y escritura. En él nos reconocemos y, a partir de su encuadre, elaboramos una suerte de genealogía intelectual propia. Creo que Felipe Guamán Poma de Ayala (Waman Puma), 1612-1615, Melchor María Mercado, 1841-1869 y Jorge Sanjinés, 1969-1989 son personajes centrales en la genealogía que propone este libro. En ella “injertamos el mundo” a través de diversxs autorxs del norte y de otros lugares, con quienes dialogamos de tú a tú, a veces con irreverencia y siempre con autonomía. A partir de esta conversación a varios niveles he intentado generar la idea de una “episteme propia”, propósito en construcción, y por lo tanto fragmentario. Este libro compila todos los fragmentos en un orden cronológico y se ha organizado en tres partes.

En la primera parte nos centramos en el tiempo como relato articulador de un espacio: aquel que estuvo contenido en los mapas de la era republicana. La República Boliviana, nombrada insistentemente en las láminas del pintor chuquisaqueño Melchor María Mercado, era sólo una hipótesis en la primera mitad del siglo XIX y sus ambivalencias saltan a la vista. En su serie de iglesias se intercalan algunas en cuyas torres flamean enormes banderas del Perú. Pero la incertidumbre estatal de las iglesias se ve interrumpida por láminas que muestran los picos más importantes de las cordilleras; una vez más, el autor inserta al volcán Tacora, situado en el Perú. Como si la cadena montañosa andina tuviera una fuerza más allá del poder religioso y de la nación misma, para cohesionar esas colectividades frágiles, que como países estaban siempre amenazadas por conflictos fronterizos. La incertidumbre nacional se resolverá, en apariencia, a mediados del siglo XX con la Revolución Nacional de 1952, cuyo proyecto de centralización estatal intentará unir la diversidad de los escenarios indígenas y cholos a la par que enlazar las regiones oriental y occidental de Bolivia en una sola red caminera y al cobijo de un sólo manto mestizo unificador. Los dos textos sobre el Álbum de la Revolución tocan desde ángulos distintos el primero de estos problemas irresueltos: la subordinación de indios y mujeres al horizonte populista y la fragilidad de una soberanía asentada en la negación y la autonegación. El tema de la relación entre tierras altas y tierras bajas se abordará casi al finalizar el libro, acudiendo nuevamente a Waman Puma.

El itinerario cronológico de la segunda parte recorre búsquedas tentativas de lo que llamo una episteme propia: una sintaxis que pueda conjugar/conjurar el double bind pä chuyma que caracteriza nuestra reflexividad presente, de tal manera que se pueda abrir zonas de autonomía y emancipación en/con nuestras prácticas personales y colectivas21. La lectura qhipnayra de Waman Puma me ha permitido reunir fragmentos de reflexión crítica sobre el colonialismo, deshilvanando los sintagmas yuxtapuestos que entremezclan su subjetividad de colonizado con un discurso (visual, textual) a la vez autónomo y astuto. He encontrado que con este método se puede escuchar en un texto arcaico una viva interpelación a los asuntos del presente. Debo añadir que mi encuentro reiterado y fiel con el caminante/autor ha sido clave en el descubrimiento de una epistemología ch’ixi, un conocimiento articulador de contradicciones, revolcador del tiempo de lo existente con las sutiles “armas” de lo paradójico, de lo escondido y olvidado, de lo antiguo y lo pequeño. Por eso he incluido aquí dos fragmentos de experimentación lingüística y visual (Amo la Montaña y un pedacito de Principio Potosí Reverso), a medio camino entre la historiografía y el texto poético, como homenaje a personajes que escribieron, dibujaron o filmaron no sólo para comprender o transformar la realidad, sino también por puro gusto.

Fragmentos de reflexión y experimentación pedagógica, además de dos conversaciones, cierran la compilación, como para recordarnos que el pensamiento es también una circulación de energías cognitivas entre multiplicidad de personas y colectividades, y que florece a través del encuentro con interlocutorxs concretxs. Les quiero agradecer a Boaventura, de Coimbra, y al equipo Jícara, de Bogotá, por las entrevistas; también a mis hijxs, de Bolivia, y a mis ex estudiantes, de Ecuador, por los trabajos de imagen que me han permitido incorporar aquí. Un gracias especial al equipo editor, Hernán Pruden y Tinta Limón, por el trabajo compositivo y la interlocución que acompañó todo el proceso. Pero sobre todo a mis hermanxs/compas: awkis taykas del THOA, waynas tawaqus de la Colectivx Ch’ixi, les agradezco desde el chuyma por los largos tiempos de experiencia y reflexión compartida, que son el verdadero origen y razón de ser de este libro.

Notas del prólogo

  1. Se trata de una demanda de servicios gratuitos a favor de un cacique, cuyo folio más antiguo está datado en 1586. El cacique en cuestión aducía descender de Tikaqala, un mallku de Urinsaya Qalakutu, quien vio llegar a los españoles en el Cusco y retornó corriendo a avisar a los caciques de Pacajes que los recién llegados eran gente “fuerte y animosa” y que “no convenía hacerles resistencia”. La ulaqa de autoridades de Pacajes determinó ajusticiarlo por traidor y matar a todas sus cónyugues (abriéndoles los vientres para matar a sus herederos, dice el documento). De esta matanza habría escapado una india, Jakima, que se refugió en el valle costero de Lluta y dio a luz a un hijo de Tikaqala. Cuando las autoridades étnicas de Pacajes se dieron cuenta de que tenían que negociar con los españoles en calidad de vencidos, tuvieron que buscar a algún sobreviviente de la matanza que ellos mismos habían perpetrado, para que oficie como “cacique de sangre” y pueda ser legitimado bajo el sistema de gobierno indirecto de las “dos repúblicas”. El hijo de Jakima, llamado Awkiwaman, fue erigido en cacique y dio inicio al linaje de lo que sería posteriormente la familia Cusicanqui (ver Rivera y Platt 1978, Rivera 2015).
  2. En mi tesis de licenciatura, que modifiqué para publicar como artículo, se expone la pérdida de tierras comunales en la provincia con las reformas liberales del siglo XIX (Rivera 1978), y en la de maestría pretendía cubrir la historia larga de Pacajes desde la invasión colonial hasta la Guerra del Chaco.
  3. Excepción hecha del trabajo histórico de Ramiro Condarco Morales (1965) sobre el levantamiento del WilIka Zárate, Roberto Choque (1978) sobre la rebelión de Jesús de Machaca y Xavier Albó (1979) sobre Achacachi, que van nomás a contrapelo del saber académico impartido en las universidades.
  4. Inaugurado en los años 1940 bajo el influjo de la misión Bohan de los Estados Unidos (ver Pruden 2012).
  5. El movimiento de caciques-apoderados llegó a abarcar 400 markas (pueblos o federaciones duales de ayllus) en cinco departamentos de la república (THOA 1984, 1986a, Mamani 1991)
  6. En un documento de 1930. Luis Cusicanqui, de la FOL, muestra su indignación por el asesinato de Prudencia Callisaya, uno de los más importantes caciques-apoderados de la región circunlacustre (ver Lehm y Rivera [1988] 2013:244), Y en un testimonio publicado en 1986 varios artesanos recuerdan los vínculos entre Santos Marka T’ula y Luis Cusicanqui (THOA 1986a).
  7. Las trabajadoras del hogar, organizadas en la Unión Sindical de Culinarias, al igual que las floristas, pertenecían a un estrato más urbano y mestizo que las lecheras, pero sin duda cobijaron también a sectores de trabajadoras migrantes de comunidades indígenas. Entre ellas, don José Clavija nos dió un ejemplo de individualismo anarquista en la figura de una aguerrida joven “antisocial” que andaba en bicicleta y vestía de varón, a la que apodaban la “china ratera”. ¿Cuántas habría como ella?
  8. Consejo Nacional de Markas y Ayllus del Qullasuyu.
  9. El THOA hizo teatro en vivo en el altiplano y valles paceños, contando las historias comunitarias vinculadas a las luchas de los años 1920-1940. Realizó también la radionovela Santos Marka Tula, en 90 capítulos, que marcó un hito en la recuperación de la memoria indígena en el altiplano aymara-hablante. A lo largo de su trayectoria, realizó otras radionovelas, además de varios videos, documentales y de ficción, documentando los procesos culturales y políticos que están en el inicio de la formación de CONAMAQ.
  10. El tercer capítulo de este libro, sobre las mujeres anarquistas, sirvió de base para el guión del Voces de Libertad, que elaboramos junto a Ximena Medinaceli y Raquel Romero.
  11. Como es la tesis de David Llanos “‘Alisten sus pasajes’. Sindicato, política visual e informalidad institucional en el transporte público de la ciudad de El Alto”, Maestría de Sociología, UMSA, en preparación.
  12. Es el caso de la tesis de Álvaro Pinaya, “De tambos a hoteles en la calle Illampu. Cambio, desestructuración y continuidad del espacio/territorio”, Licenciatura en Sociología, UMSA, 2012.
  13. Una excepción notable son las tesis de licenciatura en antropología (2008) y de maestría en antropología visual (2010) en Flacso-Ecuador, de Violeta Montellano. Esta última fue publicada como: La imagen de lo invisible (2011).
  14. Martin Heiddeger, “Construir, habitar, pensar”, en http://www.geoacademia.cl/docente/mats/construir-habitar-pensar.pdf, descargado en junio 2014.
  15. Me refiero aquí a algo como “el sentido existencial de la vida”, y no simplemente al significado de las cosas. Esta suerte de compromiso vital logró ser expresado mediante estrategias de tipo alegórico en varios de los ensayos visuales que se presentaron como trabajos de fin de curso.
  16. Ver El origen del drama barroco alemán, en http://www.scribd.com/doc/82755788/El-origen-del-drama-barroco-aleman-Walter-Benjamin#scribd, descargado en abril de 2013.
  17. “Destino y carácter” fue publicado en una versión que leí por primera vez en la Revista Sur de Buenos Aires allá por los años 1970. He encontrado una versión en internet, en https://www.google.com.bo/webhp.sourceid=chromeinstant&ion-[&espv-2&ie-UTF-8#q=benjamin%2odestino%20y%20caracter, consultada en mayo del 2015.
  18. Es el caso del trabajo de Mercedes López-Baralt sobre Waman Puma (1988) cuya lectura de las estrategias políticas del autor me parece muy formalista.
  19. Ver p. 207 en este volumen.
  20. Este aforismo fue rescatado por el THOA (Taller de Historia Oral Andina) en los años 1980. Una traducción aproximada figura en el epígrafe de la presente edición.
  21. Algo de esto intentó Homi Bhaba (1990) con la idea de que Ixs sujetxs de países como el suyo formulan una serie de “narrativas divididas para sobrevivir a las aporías de la modernidad colonial.

Rivera Cusicanqui, Silvia (2015), Sociología de la imagen. Miradas ch’ixi desde la historia andina, Ed. Tinta Limón, Colección Nociones Comunes, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 352 p. ISBN 978-987-3687-10-5. Licencia Creative Commons: Atribución-NoComercial-CompartirIgual


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